LA CULEBRA DE AGUA
Un sólido
silencio se apoderó de nosotros y del bosque entero, mientras observábamos su
cuerpo moribundo. Era consecuencia del fuerte
golpe que Nico le dio contra una inmensa roca a la orilla del río. Sangraba y
no podía respirar. Ya dejaba de moverse, cuando comenzamos a reprocharle a Nico
aquella acción maligna. Todos seríamos condenados. La maldición vendría sobre
cada uno de nosotros y sobre el pueblo entero. En el rostro de nuestro
compañero se percibía una sombra de oscuro remordimiento, pero parecía no poder
reconocerlo ni hallar justificación a su accionar.
Dos horas
antes habíamos salido a pescar. Logramos machetear unos pocos lambe piedras y otras tantas panchitas
que alcanzarían, escasamente, para acompañar medio plato de yuca a cada uno de
nosotros cuatro. Era necesario, porque no poseíamos dinero para comprar carne. Los
pocos pesos que obteníamos en jornales de machete, lo utilizábamos para solucionar otras necesidades. De modo que,
casi toda la que comíamos debíamos cazarla antes. Las gallinas eran para poner
huevos y sacar pollitos, o para salir de algún apuro. Sólo de vez en cuando
alguna fiera nos favorecía malogrando una que sacrificábamos para comerla. Pero
agosto se había ensañado contra nosotros. Lo hacía cada año: no se veían
iguanas, palomas, conejos, guaras, manchángalas, zaínos, babillas, guacharacas,
camarones, o cualquier otra de las tantas especies de la fauna silvestre que
hacían parte de nuestra dieta. Parecía que toda la naturaleza animal se
adelantara a escapar de nuestra presencia. Hasta la yuca salía rucha y hebrosa al cocinarse.
La
pesquería estaba rindiendo poco, además habíamos perdido tiempo y energía corriendo
detrás de una ardita que salió de una palma de corúa, de donde saltó a la rama
de un perehuétano y luego a un caracolí. Corrió de un lado a otro, mientras le
seguíamos desde el suelo. Le lanzamos todas las piedras que pudimos pero,
inusitadamente, no logramos darle con ninguna. Al final, nos tocó ver cómo
bajaba y se perdía de la vista entre un pajonal de faragua a donde no le
podíamos seguir, descalzos y en calzoncillo como pescábamos.
Impe
se cruzó de brazos, mirando a Nico sobre la roca a la que llegamos después del
encuentro con la ardita. Fue debajo de esa roca en donde alcanzamos a ver la
cola de un barbú pintao; y nos dimos a la tarea de cueviarlo. Yo fui el primero
en intentarlo; pero, a pesar de tener los brazos más largos, mis manos eran
demasiado gruesas para entrar por el orificio debajo de la roca. Yeye e Impe ni
siquiera lograron tocarlo, dejando la cabeza fuera del agua. Nico lo logró.
— ¡Aquí está! ¡Hay más de uno! —gritaba muy
emocionado. De pronto, con la cara aplastada entre la roca y el agua, nos gritó:
“¡Hay uno grandote! ¡Voy a cobá má, pa’
podelo sacá!” Un barbú mediano se
escapó sin que se le diera importancia porque toda la atención estaba en el más
grande.
Después
de tanta lucha y expectativa el resultado fue una gran anguila en las manos de
Nico, quién la lanzó contra la roca en una inmensa explosión de ira. No supimos
como hizo para agarrarla siendo tan escurridiza, pero la posterior muerte del
animal nos tenía angustiados. En el pueblo se decía que si se mataba un pez doncella o una culebra de agua sin ningún beneficio, los peces se acabarían y el
río terminaría seco; además, la mala suerte nos perseguiría. Ya no importaba
que hubiera sido Nico el asesino. Todos éramos culpables. La única solución era
que la naturaleza entendiera que lo habíamos hecho por necesidad; pero, si sólo
la dejábamos tirada, estaríamos bajo maldición. Debíamos comérnosla, sin
embargo habíamos crecido conociendo la anguila con el nombre de culebra de agua,
y eso hacía que fuera un reptil y no un pez, en nuestras mentes. ¿Podríamos
vivir con el suplicio de haber hecho secar el río? Mejor hubiera sido
conformarnos acompañando el bastimento con manteca gordana salada. Recordé que
en una hoja ilustrada de un diccionario, había visto una anguila entre los
peces y no entre las serpientes. Examiné con cuidado el cadáver, detallando
cada parte, tratando de convencerme que no era una culebra como lo había
escuchado desde la niñez; entonces tomé la decisión
—¡Yo me la voy a comer! —dije, con una
valentía espontánea. Todos se quedaron asombrados. Inmediatamente me arrepentí
de haberlo dicho. Me sentí mareado.
Llegué
a casa con mi culebra de agua hecha presas para que no me fueran a poner
problemas por prepararla. La salé y la abrí al sol. Ese día no quise comer de
ella, pues, si me iba a hacer daño,
mejor sería iniciando el día siguiente, para no trasnochar. Esta estrategia no
me sirvió, porque a las tres y media de la madrugada, cuando nos debíamos
levantar, todavía no había dormido bien, pensando cómo sería el sabor de esa
carne; qué consecuencia fatal traería comerla; cuánto tardaría el río en
secarse si no cumplía con mi palabra;…
Regresé
de extraer, a golpes de hacha vieja, los dos palmitos de todos los días; tomé
uno de los calderos y comencé a fritar, en manteca gordana, aquellas presas con
restos de un espinazo cartilaginoso, de espinas cortas y rodeadas de mucha pulpa.
Desde ese día no volvieron a cocinar en aquel caldero donde yo frité la
“culebra” y que en adelante sería la herramienta de preparación de otros
animales del monte que ni los hombres serranos se atrevían a comer. Con mucho
esfuerzo logré convencer al receloso Impe de que la probara.
Apenas
llegaba la tarde de ese nuevo día, cuando ya mucha gente sabía en el pueblo que
me había comido a una culebra de agua. Tuve que soportar las recriminaciones de
los ancianos, las bromas de los jóvenes y la inquisidora mirada de algunos
adultos de los cuales nuca supe si en el profundo silencio escondían gran
sabiduría o extrema ignorancia, o si estarían viendo algo en mí que no conocía.
He llegado a pensar que simplemente me crucé con sus rostros sumergidos en otro
mundo donde yo, con mi crimen cultural, no tenía ninguna importancia.
Los
niños me interceptaban por las calles para preguntarme si era verdad que me
había comido una culebra. Al amanecer de los últimos días de noviembre, escuché
las destempladas voces de unos borrachos discutiendo, como suelen hacerlo a
esas horas; orgullosos de ser verdugos del sueño, sintiéndose inspirados y
sabios; uno de los cuales aseguraba que yo había fritado serpientes de cascabel
en manteca de boa, y que las culebras me tenían miedo extremo. Éste fue interrumpido
por otro que aseguró que yo tenía el secreto para convertirme en animal, y que
me había enfrentado a dientes con un tigrillo. Me preguntaban sobre tantos
mitos: que si el gurumá es venenoso guisado,
que si el pene de armadillo asado evita cualquier cansancio por tres
días, que si las culebras sabían a pescado o a gallina,… ignorando que cada
especie tiene su sabor característico, y que todo es sugestión. Entendí que
aquella acción, para salvar el río, me había transformado a ojos de la
sociedad. Aprendí a aceptarlo aunque nunca noté un cambio, excepto que me
resultó más fácil calmar el hambre sin temores. Empecé a comerme cualquier ser
que tuviera algo que pudiera llamarse carne. Sólo así pude vivir, hasta que
marché a buscar las soluciones que un machete y un hacha me negaban.
Eloy G. Berty
Moscote
31/10/2011
Felicitaciones Eloy!!! Grato leer este tipo de textos
ResponderBorrarFelicitaciones muchachos!! Muy interesante la propuesta que presentan en este blog, me manifiestan creatividad e ingenio en la presentación de los artículos. Los animo para que sigan publicando notas que me informen y me actualicen en este tema.
ResponderBorrarQue interesante!!!! excelente, felicidades compañero que grato contar con personas como tu..
ResponderBorrarExcelente Eloy, muy buena tu propuesta...que enriquecedor poder leer estas historias por este medio al alcance de todos. Felicitaciones!
ResponderBorrarFelicitaciones compañeros un excelente cuento.
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