viernes, 31 de octubre de 2014

La Culebra de agua

LA CULEBRA DE AGUA
Un sólido silencio se apoderó de nosotros y del bosque entero, mientras observábamos su cuerpo  moribundo. Era consecuencia del fuerte golpe que Nico le dio contra una inmensa roca a la orilla del río. Sangraba y no podía respirar. Ya dejaba de moverse, cuando comenzamos a reprocharle a Nico aquella acción maligna. Todos seríamos condenados. La maldición vendría sobre cada uno de nosotros y sobre el pueblo entero. En el rostro de nuestro compañero se percibía una sombra de oscuro remordimiento, pero parecía no poder reconocerlo ni hallar justificación a su accionar.

Dos horas antes habíamos salido a pescar. Logramos machetear unos pocos lambe piedras y otras tantas panchitas que alcanzarían, escasamente, para acompañar medio plato de yuca a cada uno de nosotros cuatro. Era necesario, porque no poseíamos dinero para comprar carne. Los pocos pesos que obteníamos en jornales de machete, lo utilizábamos para  solucionar otras necesidades. De modo que, casi toda la que comíamos debíamos cazarla antes. Las gallinas eran para poner huevos y sacar pollitos, o para salir de algún apuro. Sólo de vez en cuando alguna fiera nos favorecía malogrando una que sacrificábamos para comerla. Pero agosto se había ensañado contra nosotros. Lo hacía cada año: no se veían iguanas, palomas, conejos, guaras, manchángalas, zaínos, babillas, guacharacas, camarones, o cualquier otra de las tantas especies de la fauna silvestre que hacían parte de nuestra dieta. Parecía que toda la naturaleza animal se adelantara a escapar de nuestra presencia. Hasta la yuca  salía rucha y hebrosa al cocinarse.  

La pesquería estaba rindiendo poco, además habíamos perdido tiempo y energía corriendo detrás de una ardita que salió de una palma de corúa, de donde saltó a la rama de un perehuétano y luego a un caracolí. Corrió de un lado a otro, mientras le seguíamos desde el suelo. Le lanzamos todas las piedras que pudimos pero, inusitadamente, no logramos darle con ninguna. Al final, nos tocó ver cómo bajaba y se perdía de la vista entre un pajonal de faragua a donde no le podíamos seguir, descalzos y en calzoncillo como pescábamos.
Impe se cruzó de brazos, mirando a Nico sobre la roca a la que llegamos después del encuentro con la ardita. Fue debajo de esa roca en donde alcanzamos a ver la cola de un barbú pintao; y nos dimos a la tarea de cueviarlo. Yo fui el primero en intentarlo; pero, a pesar de tener los brazos más largos, mis manos eran demasiado gruesas para entrar por el orificio debajo de la roca. Yeye e Impe ni siquiera lograron tocarlo, dejando la cabeza fuera del agua. Nico lo logró.
¡Aquí está! ¡Hay más de uno!   —gritaba muy emocionado. De pronto, con la cara aplastada entre la roca y el agua, nos gritó: “¡Hay uno grandote! ¡Voy a cobá má, pa’ podelo sacá!”  Un barbú mediano se escapó sin que se le diera importancia porque toda la atención estaba en el más grande.

Después de tanta lucha y expectativa el resultado fue una gran anguila en las manos de Nico, quién la lanzó contra la roca en una inmensa explosión de ira. No supimos como hizo para agarrarla siendo tan escurridiza, pero la posterior muerte del animal nos tenía angustiados. En el pueblo se decía que si se mataba un pez doncella o una culebra de agua sin ningún beneficio, los peces se acabarían y el río terminaría seco; además, la mala suerte nos perseguiría. Ya no importaba que hubiera sido Nico el asesino. Todos éramos culpables. La única solución era que la naturaleza entendiera que lo habíamos hecho por necesidad; pero, si sólo la dejábamos tirada, estaríamos bajo maldición. Debíamos comérnosla, sin embargo habíamos crecido conociendo la anguila con el nombre de culebra de agua, y eso hacía que fuera un reptil y no un pez, en nuestras mentes. ¿Podríamos vivir con el suplicio de haber hecho secar el río? Mejor hubiera sido conformarnos acompañando el bastimento con manteca gordana salada. Recordé que en una hoja ilustrada de un diccionario, había visto una anguila entre los peces y no entre las serpientes. Examiné con cuidado el cadáver, detallando cada parte, tratando de convencerme que no era una culebra como lo había escuchado desde la niñez; entonces tomé la decisión
¡Yo me la voy a comer! —dije, con una valentía espontánea. Todos se quedaron asombrados. Inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho. Me sentí mareado.
Llegué a casa con mi culebra de agua hecha presas para que no me fueran a poner problemas por prepararla. La salé y la abrí al sol. Ese día no quise comer de ella,  pues, si me iba a hacer daño, mejor sería iniciando el día siguiente, para no trasnochar. Esta estrategia no me sirvió, porque a las tres y media de la madrugada, cuando nos debíamos levantar, todavía no había dormido bien, pensando cómo sería el sabor de esa carne; qué consecuencia fatal traería comerla; cuánto tardaría el río en secarse si no cumplía con mi palabra;…

Regresé de extraer, a golpes de hacha vieja, los dos palmitos de todos los días; tomé uno de los calderos y comencé a fritar, en manteca gordana, aquellas presas con restos de un espinazo cartilaginoso, de espinas cortas y rodeadas de mucha pulpa. Desde ese día no volvieron a cocinar en aquel caldero donde yo frité la “culebra” y que en adelante sería la herramienta de preparación de otros animales del monte que ni los hombres serranos se atrevían a comer. Con mucho esfuerzo logré convencer al receloso Impe de que la probara.  

Apenas llegaba la tarde de ese nuevo día, cuando ya mucha gente sabía en el pueblo que me había comido a una culebra de agua. Tuve que soportar las recriminaciones de los ancianos, las bromas de los jóvenes y la inquisidora mirada de algunos adultos de los cuales nuca supe si en el profundo silencio escondían gran sabiduría o extrema ignorancia, o si estarían viendo algo en mí que no conocía. He llegado a pensar que simplemente me crucé con sus rostros sumergidos en otro mundo donde yo, con mi crimen cultural, no tenía ninguna importancia.

Los niños me interceptaban por las calles para preguntarme si era verdad que me había comido una culebra. Al amanecer de los últimos días de noviembre, escuché las destempladas voces de unos borrachos discutiendo, como suelen hacerlo a esas horas; orgullosos de ser verdugos del sueño, sintiéndose inspirados y sabios; uno de los cuales aseguraba que yo había fritado serpientes de cascabel en manteca de boa, y que las culebras me tenían miedo extremo. Éste fue interrumpido por otro que aseguró que yo tenía el secreto para convertirme en animal, y que me había enfrentado a dientes con un tigrillo. Me preguntaban sobre tantos mitos: que si el gurumá es venenoso guisado,  que si el pene de armadillo asado evita cualquier cansancio por tres días, que si las culebras sabían a pescado o a gallina,… ignorando que cada especie tiene su sabor característico, y que todo es sugestión. Entendí que aquella acción, para salvar el río, me había transformado a ojos de la sociedad. Aprendí a aceptarlo aunque nunca noté un cambio, excepto que me resultó más fácil calmar el hambre sin temores. Empecé a comerme cualquier ser que tuviera algo que pudiera llamarse carne. Sólo así pude vivir, hasta que marché a buscar las soluciones que un machete y un hacha me negaban.

Hoy siento culpa al encontrar que la culebra de agua se sirve, de manera normal, en las mesas de mi antiguo barrio; con peligro de una pronta extinción en ese río y los demás arroyos de mi pueblo, condenados a la sequía por la pérdida de aquel abrigo verde de plantas que antes lo engalanaban y la ausencia de unas lluvias que parecen ahuyentadas por los años. Sus comensales, ahora la llaman anguila. También escuché a unos adolescentes decir que su carne era buena para la vista, servía como potenciador sexual y daba mucho perrenque; que apareció un joven en el pueblo, antes de que ellos nacieran, que sólo comía de ellas y nunca se enfermaba; asimismo adquirió la virtud de conversar con los animales y convertirse, a voluntad propia, en uno de cualquier especie; llegó a ser tan inteligente que descubrió como hacer oro con tierra, a la orilla del río; que un día desapareció sin lograr que la gente aprendiera el secreto que intentaba enseñarles, porque no conseguían entender el lenguaje sublime e indescifrable en que les hablaba.              
                       
     Eloy G. Berty Moscote
31/10/2011    

      

5 comentarios:

  1. Felicitaciones Eloy!!! Grato leer este tipo de textos

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  2. Felicitaciones muchachos!! Muy interesante la propuesta que presentan en este blog, me manifiestan creatividad e ingenio en la presentación de los artículos. Los animo para que sigan publicando notas que me informen y me actualicen en este tema.

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  3. Que interesante!!!! excelente, felicidades compañero que grato contar con personas como tu..

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  4. Excelente Eloy, muy buena tu propuesta...que enriquecedor poder leer estas historias por este medio al alcance de todos. Felicitaciones!

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  5. Felicitaciones compañeros un excelente cuento.

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